domingo, 20 de julio de 2008

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Ella se encontraba al costado de la cama, viendo como en su agonía se retorcía en sueños. Habían pasado varias horas y seguía ahí, a su lado, tomándole las manos, con los ojos cerrados y las lágrimas cayendo de una sobre sus mejillas, en un lamento lento y desgarrador. Solo levantaba los párpados de vez en cuando para volver a observar sus manos, como tantas veces lo había hecho en su vida juntos.
Esas manos, fuertes, rozagantes, estaban llenas de marcas de una vida siguiendo rumbos ajenos a su primer destino. Su blancura contrastaba con pequeñas cicatrices, que en vez de agrietar su aspecto las embellecía más aún. Sus manos decididas y valientes, como todo en él, que incontables veces han recorrido su cuerpo suavemente, con caricias improvisadas o adrenalina pasional, que le han arrancado las ropas y la vergüenza, esas manos que han rozado sus labios y detenido su prisa, hoy se encuentran frías, inmóviles, azuladas. Encarnan una muerte que se aproxima sin poder siquiera robarle unos segundos más de alegría: el espanto hecho carne.
Ella continúa extrañandolo en el silencio de su agonía: ¿cuántos han sentido calor antes desconocido gracias a esas manos en principio extrañas, luego amistosas y por último necesarias? ¿Cuántos lo lloraran mañana, como ya lo hacen ahora, cuando ya no esté? La promesa de un nuevo rumbo para los pueblos cansados quiere irse junto con la vida de este hombre, que supo luchar con todo el dolor de su espíritu para y junto a otros. Pero no es lo que el querría: él continuaría, sin descanso posible, continuaría esa búsqueda de justicia para aquellos que gastan su vida soñando una sola palabra, una sola realidad: libertad.
Ella se levanta, limpia sus lágrimas, le besa las manos. El mundo no se detiene, y ella debe ocupar ahora su lugar.

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