lunes, 14 de septiembre de 2009

Mujeres a b c darias

Antes asustada, alinieada, asfixiada; ahora ansiosa, alerta. Bastardas bellezas breves, bebibles, buscan cabernos comiéndonos complacidas. Cantando con clase caminamos. ¿Cuándo dictaminamos dejarnos deglutir, dejarnos explotar? Estamos estatalmente eliminadas, eternamente excluídas. Féminas fervientemente fabricadas, fácilmente guardadas, gastamos gritos, gemidos, groserías. Hacia hacer hitos históricos hoy inclinámonos, inabarcables, inexplicables, irracionales. Inclasificables. Juntas jugamos jubilósas, justamente justificadas. Kilos ligeros, lieros. Lejano lecho, lejanos límites: locas literalmente malditas. ¿Mentirosas, miserables, manejables, machistas? NUNCA. Nos niegan, ningunean. No nos olvidan. Otra ocasión oníricamente ordenada, orquestada, preséntase para pensar palabras pedagógicamente potentes, parcialmente palpables. Pereceremos, pero progresaremos. Podemos quizás querer que ríos rojos rápidamente retomen revoluciones retrasadas: risas reaparecerán. Tenemos tarada tardanza, tiempo tirado tontamente. Transgredamos tintes ultimados, utopías untuosas. Volvámonos vulvas vivaces, veloces, voluptuosas. Violentemos vacíos: vengan vainillas, whiski, waffles, xocoatole y yerbas. Yacemos yuxtapuestas, yeguas y zorras zurdas zapateantes.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Funes el desmemoriado

Relato escrito como respuesta, nexo o paralelismo al cuento "Funes el memorioso" de J.L. Borges. Tomenseló con soda, o como quieran. Para entender mejor, en la página http://www.literatura.us/borges/funes.html se encuentra el texto citado.

Ya no creo en las casualidades. Una serie de situaciones a lo largo de mi vida lo han demostrado, pero hoy más que nunca me encuentro plenamente convencida. Hace cien años, aproximadamente, mi tatarabuelo sufrió un accidente que cambió su vida para siempre. Hace dos meses, en un día parecido a aquel, mi hijo mayor también tuvo un accidente, por cierto muy similar. Como podrán esperarse, su vida también cambió. Cambió drásticamente, y auguro desesperanzada que también será permanente.

Mi familia ha sido históricamente reconocida en este decadente y chismoso barrio como una familia de excéntricos enajenados. Una juntada de desvergonzados irracionales. Pueblo chico, infierno grande. La gente teme lo que desconoce, y desprecia lo que teme. Cada nuevo habitante parido en el salón equivale a un nuevo rumor a ser divulgado. Todo comenzó con Irineo, el memorioso. Aún se conservan, entre folios sagrados, sus relatos sobre el maravilloso conjunto de colores, sonidos y sensaciones que conforman el mundo. Por su accidente, la fama de los Funes mutó del brillo colonial a la mística esotérica. Cada persona con quien conversaba huía despavorida; solo unos pocos apreciaban su visión inigualable. Recordaba todo, con tanto detalle que los contornos se desdibujaban y cada parte, cada pieza, cobraba autonomía. Luego de él nos tocaron tics eclécticos, pasión por los cítricos, quien decía comunicarse telequineticamente con las petunias. Mi hermano jura ver el futuro en la forma en que se empañan los vidrios. A las mujeres nunca nos llegó ningún don sobrenatural o sorprendente. Sin embargo, las Funes nos hemos caracterizado por factores más mundanos: rebeldías varias, caridad inaudita, viajes interminables llenos de nuevos críos sin padre a la vista. Emanuel es de esa calaña, de la tipología "los Funes caídos del cielo".

Mi hijo hasta ahora ha sido mi mayor alegría. Larguirucho, vivaz y pecoso, saltando de un lado a otro como grillo endiablado. Hasta ahora, digo, porque su accidente me ha llenado de problemas. Como madre soltera he sabido apoyarme en él para todo; hoy día soy sus ojos, su anotador, su bastón.
No recuerda. No logra grabar en su mente ni un ápice de realidad circundante. Ni siquiera los contornos. Los recuerdos de segundos pasados se le escurren como agua entre las manos.
Conversa entusiasmado sobre su paseo por el parque, y luego de preguntar por el almuerzo, declara que no sabe como llegó, vestido, de la cama a la cocina.
Canta a los gritos su nueva canción preferida, hasta que se calla de golpe y me pide que le recuerde que era lo que yo estaba tarareando.
Pierde libros, paraguas, buzos, novias.
Se presenta tres veces con la misma persona.
No concurre al médico, porque a mitad de camino se desacuerda la cita y el lugar.
A veces come, a veces no.
Duerme sin culpas, vive sin tiempo.
Nunca lo vi tan feliz. Solo de vez en cuando se entristece, al mirar fotos viejas o verme abrazar antiguas amistades. Para él, todo es presente.

Como su madre, estoy perdiendo las esperanzas de que vuelva a la normalidad. Supe que a mi tatarabuelo solo la muerte le quito la posibilidad de recordar. Espero que no sea el mismo funesto personaje el que le devuelva a él sus escurridizos recuerdos.